EL "PROBLEMA ESPAÑOL" 
La ineficaz resistencia antifascista

 Higinio Polo
La Insignia. España, noviembre del 2002.

El reciente congreso celebrado en Barcelona sobre los campos de concentración de la España franquista ha vuelto a traernos a la memoria, aunque sea la memoria construida con los recuerdos de familia, el siniestro mundo de la represión fascista de la posguerra. Todavía seguimos sin conocer muchas cosas, demasiadas, ocultas en el terror del pasado, que desafortunadamente se irán conociendo cuando su valor de uso histórico haya sido reducido por el tiempo: la transición española ni fue ejemplar, ni hizo justicia con los vencidos de la guerra civil y de la larga posguerra, aunque hubiera sido al menos una justicia apenas trenzada en las palabras y en el recuerdo. Parece mentira, pero todavía hay archivos que no pueden consultarse, y víctimas de la dictadura que temen desenterrar -¡todavía hoy!- una parte de su propia historia y de la nuestra. Algunas de esas víctimas alegan, cuando pueden hablar, que nadie antes les había preguntado por su vida, por sus padecimientos, y ese olvido negligente o deliberado es una más de las herencias del franquismo con las que convivimos.

Combatiendo esa represión, que continuó en España cuando el fascismo había sido derrotado en Europa y que los descendientes de los vencedores simulan hoy desconocer, estaba la actividad constante de las organizaciones obreras que, en condiciones de extrema dureza, impulsaron la resistencia al fascismo vencedor. El Partido Comunista de España (PCE) y la CNT fueron las más importantes organizaciones que articularon la resistencia, y sus miembros los primeros en sufrir la implacable persecución de la dictadura. No fueron las únicas, pero sí las más constantes, las más firmes. Sin embargo, aquí y allá, ahora, en la olvidadiza monarquía, surgen a veces algunas dudas sobre la importancia de esa resistencia, sobre la "eficacia" de su acción. Al mismo tiempo que empiezan a apartarse los velos del miedo, tantos años después, surgen aquí y allí algunos temores, alguna inquietud sobre si toda esa resistencia valió la pena.

Un libro reciente del historiador José Luis Martín Ramos sobre la historia del PSUC -los comunistas catalanes- en los primeros años de la posguerra en España, se interroga sobre ese asunto: la distancia entre el titánico esfuerzo de la resistencia clandestina y las escasas conquistas que aparentemente consigue, en una España de fusilamientos constantes en los que, a veces, la sospecha lleva la ponzoña hasta a las propias organizaciones obreras. Como si la propia existencia de una dictadura que sobrevive durante cuarenta años fuera la certificación de la inutilidad del esfuerzo resistente. El propio Martín Ramos resalta la importancia del trabajo clandestino para la recuperación de la libertad y el valor de esa resistencia para la supervivencia ética de una sociedad que tuvo que atravesar el repugnante pantano del fascismo, sabiendo que, cuando llega la libertad, no aparece de la mano de un monarca providencial como quiere la hagiografía oficial, sino de esos hombres y mujeres que, ya en 1939, se niegan a aceptar la dictadura, porque han sido derrotados pero no han sido vencidos.

También en otro lugar -una conversación publicada en la prensa entre Juan Eduardo Zúñiga y Antonio Ferres, escritores miembros del Partido Comunista en esos años difíciles de la posguerra- se recuerda tangencialmente el mismo asunto. En esa entrevista, los dos escritores recuerdan el espanto de la dictadura y su propia trayectoria de hombres perdidos, como el propio Ferres se califica en sus recientes memorias publicadas. Zúñiga resalta esa falta de eficacia de la acción clandestina, que, sin embargo, me atrevo a corregir. Zúñiga, que tiene todo mi respeto, no puede olvidar a la hora de hacer balance que la "ineficaz" acción clandestina de esos años, que es de difícil comprensión para los que no los vivimos, enfrenta el terror y la desesperanza, pero también la recuperación de la imprescindible dignidad de los que hicieron posible después la libertad, una libertad que nadie regaló.

¿De verdad podemos calificar como ineficaz la lucha de aquellos anarquistas y comunistas de primera hora? ¿Habría sido mejor, para los protagonistas y para nosotros mismos, abandonar la lucha contra la dictadura a la vista de la fortaleza del franquismo? ¿Alguien puede creer que, de esa forma, la represión hubiera sido menor? ¿Podríamos reconocernos hoy en un silencio de los corderos que hubiese aceptado el fascismo como inevitable? Y, aún más allá, ¿cómo juzgaríamos hoy la "eficacia" de la actitud de Nelson Mandela si hubiera renunciado a combatir el apartheid para no caer en las cárceles de la segregación? ¿Qué se pensaría de los Rosenberg si hubieran accedido a perder la dignidad y a aceptar la mentira? ¿Cómo calificar de inútil la actitud de Pramoedya Ananta Toer, que en el penal de Buru de la feroz dictadura del general Suharto en Indonesia recogía con su lápiz de prisionero la vida que les habían robado? ¿Puede acaso considerarse como ineficaz la resistencia, por poco visible que fuera, en el interior de los propios campos de exterminio del nazismo? No, no fue ineficaz. Fue imprescindible.

Un amargo relato del propio Antonio Ferres -"Esperando que nos maten", en el que un grupo de resistentes antifranquistas espera en una casa la llegada de la policía sabiendo que los van a matar- ilustra el tiempo de cenizas que padeció España, pero enseña también las hebras del pensamiento libre y de la razón, el idioma desnudo de la dignidad, que seguían guardados por la resistencia clandestina, a salvo del amasijo pestilente de los correajes fascistas y las misas de difuntos, caídos por Dios y por España. Porque, pese a todo, pese a los fusilamientos al amanecer, pese al cansancio, la resistencia clandestina continuó. Aquella "libertad regalada", de la que habló Günter Grass haciendo referencia a la vergonzosa actitud de muchos alemanes ante el nazismo, no llegó a España como una dádiva, entre otras cosas porque fue pacientemente construida por aquellas mujeres prisioneras que se quedaban sin uñas en las manos matando piojos en las cárceles franquistas, por aquellos hombres que repartían volantes escritos en la oscuridad, amasados con la humilde e invencible determinación de los que enfrentaban un tiempo que parecía infinito, de los que escuchaban la Radio Pirenaica para recoger el eco de sus propias palabras, el lenguaje de sus semejantes.  

(Radio España Independiente, "La Pirenaica")

La acción de los militantes comunistas, de los anarquistas que veían sus comités nacionales desarticulados, uno tras otro, y sus miembros fusilados, uno tras otro, no fue inútil. Fue imprescindible. Hicieron lo que tenían que hacer, sin pensar en posibles eficacias, aunque ahora algunos exquisitos tengan -no es el caso de Zúñiga- la tentación de ceder a la excitante aventura del menosprecio por su sacrificio. Como si a la hora de hacer balance pudiéramos olvidar que si estamos aquí es por ellos, como si no supiéramos que la ineficaz resistencia antifranquista es la mejor herencia que tenemos. Muchos aún esperan para contarnos sus historias, el relato de la represión y la gangrena. Pensando en ello, he recordado unas líneas leídas en los periódicos, recogidas en una obra que en estos días se representa en Madrid, París 1940. Dos personajes hablan en los días tristes de la ocupación nazi de la capital francesa. Son dos actores, que se confiesan: "Afuera están el frío y los nazis y aquí estamos nosotros, tratando de mantener encendida esta pequeña llama contra el viento, porque ése es nuestro oficio, porque eso es lo que da sentido a nuestras vidas."

 


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