El reciente
congreso celebrado en Barcelona sobre los campos de concentración
de la España franquista ha vuelto a traernos a la memoria, aunque
sea la memoria construida con los recuerdos de familia, el
siniestro mundo de la represión fascista de la posguerra. Todavía
seguimos sin conocer muchas cosas, demasiadas, ocultas en el
terror del pasado, que desafortunadamente se irán conociendo
cuando su valor de uso histórico haya sido reducido por el
tiempo: la transición española ni fue ejemplar, ni hizo justicia
con los vencidos de la guerra civil y de la larga posguerra,
aunque hubiera sido al menos una justicia apenas trenzada en las
palabras y en el recuerdo. Parece mentira, pero todavía hay
archivos que no pueden consultarse, y víctimas de la dictadura
que temen desenterrar -¡todavía hoy!- una parte de su propia
historia y de la nuestra. Algunas de esas víctimas alegan, cuando
pueden hablar, que nadie antes les había preguntado por su vida,
por sus padecimientos, y ese olvido negligente o deliberado es una
más de las herencias del franquismo con las que convivimos.
Combatiendo
esa represión, que continuó en España cuando el fascismo había
sido derrotado en Europa y que los descendientes de los vencedores
simulan hoy desconocer, estaba la actividad constante de las
organizaciones obreras que, en condiciones de extrema dureza,
impulsaron la resistencia al fascismo vencedor. El Partido
Comunista de España (PCE) y la CNT fueron las más importantes
organizaciones que articularon la resistencia, y sus miembros los
primeros en sufrir la implacable persecución de la dictadura. No
fueron las únicas, pero sí las más constantes, las más firmes.
Sin embargo, aquí y allá, ahora, en la olvidadiza monarquía,
surgen a veces algunas dudas sobre la importancia de esa
resistencia, sobre la "eficacia" de su acción. Al mismo
tiempo que empiezan a apartarse los velos del miedo, tantos años
después, surgen aquí y allí algunos temores, alguna inquietud
sobre si toda esa resistencia valió la pena.
Un libro
reciente del historiador José Luis Martín Ramos sobre la
historia del PSUC -los comunistas catalanes- en los primeros años
de la posguerra en España, se interroga sobre ese asunto: la
distancia entre el titánico esfuerzo de la resistencia
clandestina y las escasas conquistas que aparentemente consigue,
en una España de fusilamientos constantes en los que, a veces, la
sospecha lleva la ponzoña hasta a las propias organizaciones
obreras. Como si la propia existencia de una dictadura que
sobrevive durante cuarenta años fuera la certificación de la
inutilidad del esfuerzo resistente. El propio Martín Ramos
resalta la importancia del trabajo clandestino para la recuperación
de la libertad y el valor de esa resistencia para la supervivencia
ética de una sociedad que tuvo que atravesar el repugnante
pantano del fascismo, sabiendo que, cuando llega la libertad, no
aparece de la mano de un monarca providencial como quiere la
hagiografía oficial, sino de esos hombres y mujeres que, ya en
1939, se niegan a aceptar la dictadura, porque han sido derrotados
pero no han sido vencidos.
También en
otro lugar -una conversación publicada en la prensa entre Juan
Eduardo Zúñiga y Antonio Ferres, escritores miembros del Partido
Comunista en esos años difíciles de la posguerra- se recuerda
tangencialmente el mismo asunto. En esa entrevista, los dos
escritores recuerdan el espanto de la dictadura y su propia
trayectoria de hombres perdidos, como el propio Ferres se califica
en sus recientes memorias publicadas. Zúñiga resalta esa falta
de eficacia de la acción clandestina, que, sin embargo, me atrevo
a corregir. Zúñiga, que tiene todo mi respeto, no puede olvidar
a la hora de hacer balance que la "ineficaz" acción
clandestina de esos años, que es de difícil comprensión para
los que no los vivimos, enfrenta el terror y la desesperanza, pero
también la recuperación de la imprescindible dignidad de los que
hicieron posible después la libertad, una libertad que nadie
regaló.
¿De verdad
podemos calificar como ineficaz la lucha de aquellos anarquistas y
comunistas de primera hora? ¿Habría sido mejor, para los
protagonistas y para nosotros mismos, abandonar la lucha contra la
dictadura a la vista de la fortaleza del franquismo? ¿Alguien
puede creer que, de esa forma, la represión hubiera sido menor?
¿Podríamos reconocernos hoy en un silencio de los corderos
que hubiese aceptado el fascismo como inevitable? Y, aún más allá,
¿cómo juzgaríamos hoy la "eficacia" de la actitud de
Nelson Mandela si hubiera renunciado a combatir el apartheid
para no caer en las cárceles de la segregación? ¿Qué se pensaría
de los Rosenberg si hubieran accedido a perder la dignidad y a
aceptar la mentira? ¿Cómo calificar de inútil la actitud de
Pramoedya Ananta Toer, que en el penal de Buru de la feroz
dictadura del general Suharto en Indonesia recogía con su lápiz
de prisionero la vida que les habían robado? ¿Puede acaso
considerarse como ineficaz la resistencia, por poco visible que
fuera, en el interior de los propios campos de exterminio del
nazismo? No, no fue ineficaz. Fue imprescindible.
Un amargo
relato del propio Antonio Ferres -"Esperando que nos
maten", en el que un grupo de resistentes antifranquistas
espera en una casa la llegada de la policía sabiendo que los van
a matar- ilustra el tiempo de cenizas que padeció España, pero
enseña también las hebras del pensamiento libre y de la razón,
el idioma desnudo de la dignidad, que seguían guardados por la
resistencia clandestina, a salvo del amasijo pestilente de los
correajes fascistas y las misas de difuntos, caídos por Dios y
por España. Porque, pese a todo, pese a los fusilamientos al
amanecer, pese al cansancio, la resistencia clandestina continuó.
Aquella "libertad regalada", de la que habló Günter
Grass haciendo referencia a la vergonzosa actitud de muchos
alemanes ante el nazismo, no llegó a España como una dádiva,
entre otras cosas porque fue pacientemente construida por aquellas
mujeres prisioneras que se quedaban sin uñas en las manos matando
piojos en las cárceles franquistas, por aquellos hombres que
repartían volantes escritos en la oscuridad, amasados con la
humilde e invencible determinación de los que enfrentaban un
tiempo que parecía infinito, de los que escuchaban la Radio
Pirenaica para recoger el eco de sus propias palabras, el
lenguaje de sus semejantes.
(Radio España Independiente, "La Pirenaica")
La acción
de los militantes comunistas, de los anarquistas que veían sus
comités nacionales desarticulados, uno tras otro, y sus miembros
fusilados, uno tras otro, no fue inútil. Fue imprescindible.
Hicieron lo que tenían que hacer, sin pensar en posibles
eficacias, aunque ahora algunos exquisitos tengan -no es el caso
de Zúñiga- la tentación de ceder a la excitante aventura del
menosprecio por su sacrificio. Como si a la hora de hacer balance
pudiéramos olvidar que si estamos aquí es por ellos, como si no
supiéramos que la ineficaz resistencia antifranquista es
la mejor herencia que tenemos. Muchos aún esperan para contarnos
sus historias, el relato de la represión y la gangrena. Pensando
en ello, he recordado unas líneas leídas en los periódicos,
recogidas en una obra que en estos días se representa en Madrid, París
1940. Dos personajes hablan en los días tristes de la ocupación
nazi de la capital francesa. Son dos actores, que se confiesan:
"Afuera están el frío y los nazis y aquí estamos nosotros,
tratando de mantener encendida esta pequeña llama contra el
viento, porque ése es nuestro oficio, porque eso es lo que da
sentido a nuestras vidas."
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