Texto del artículo:
Nos conocimos a través de una reja. ¡Cuánto tiempo transcurrido desde entonces! ¡Cuántas luchas y cuántas esperanzas!
Lola acababa de ingresar en el Partido Comunista, y le habían encomendado comunicar con uno de sus presos en la cárcel de Carabanchel. Yo había oído hablar mucho de ella y, probablemente, aunque mucho menos, ella de mí. Desde entonces construimos una amistad íntima que ni siquiera ha roto la muerte.
Dos años antes, en 1969, Lola y su compañero sentimental, Enrique Ruano, militantes del Frente de Liberación Popular, el llamado Felipe, habían sido detenidos cuando repartían octavillas. En medio de su detención por la Brigada Político-Social, Enrique murió al arrojarse (¿o ser arrojado?) desde un balcón. Lola, detenida en un calabozo, fue informada de su muerte por uno de aquellos siniestros torturadores: “Tu amigo ya está criando malvas”.
Lola recompuso su vida sentimental uniéndose a Javier Sauquillo, íntimo amigo de ella y de Enrique Ruano, del que sólo le separó la trágica matanza de la calle de Atocha, en Madrid.
Era el 24 de enero de 1977, en un momento decisivo de intensa lucha contra los estertores de la dictadura fascista y por la conquista de las libertades democráticas. La cuadrilla de asesinos penetró en el despacho de abogados comunistas de la calle de Atocha, agrupó en pie a todos los presentes y, fríamente, vació sobre ellos su fascismo y sus pistolas. Murieron allí mismo Enrique Valdelvira, Luis Javier Benavides, Serafín Holgado y Ángel Rodríguez Leal, y resultaron gravemente heridos Miguel Sarabia, Alejandro Ruiz-Huerta, Luis Ramos y Lola. El cuerpo de Javier Sauquillo aún logró sobrevivir dos días con una bala alojada en su cerebro.
A uno de los asesinos se le facilitó la fuga de la cárcel, y los restantes fueron puestos en libertad en muy poco tiempo. Durante la instrucción del sumario, en un careo con uno de ellos, los abogados de la acusación pidieron al juez, Gómez Chaparro, que preguntase a éste por qué razón había acudido a un despacho de abogados con una pistola. El propio juez sugirió la respuesta: “Seguramente usted acudió armado por uno de estos dos motivos: o bien porque suele portarla sin mayor intención o bien porque, sabiendo que los abogados eran comunistas y, por lo tanto, peligrosos, la necesitaba para defenderse de ellos. ¿Cuál fue el motivo?”. La respuesta puede adivinarse.
Llevé a Lola, recluida en el hospital, con su rostro desde entonces deformado por una bala fascista, todo el cariño de sus camaradas, un ramo de claveles blancos salpicados con dos claveles rojos y la peor de las noticias: la bala alojada en el cerebro de Javier había terminado cumpliendo su objetivo. Lola concentró su mirada durante largo tiempo en los dos claveles rojos, me miró, sin necesidad de palabras, con toda la profundidad de sus ojos claros y serenos y me dio un largo abrazo.
Tuve entonces que dejarla sola momentáneamente con su inmenso dolor, con su entereza y con su decisión de luchar hasta el final para vengar aquellas muertes con el triunfo de la libertad. Yo tenía que acompañar al resto de nuestros camaradas asesinados.
Allí estaban sus cuerpos sin vida, expuestos en el Colegio de Abogados para que pudiera despedirles el pueblo con quien siempre habían estado. Allí, a su lado, lloré por última vez en mi vida.
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Lola, te lo cuento porque no has podido verlo. Ha habido un cortejo de centenares de miles de puños levantados, de centenares de miles de decisiones de redoblar la lucha, de centenares de miles de esperanzas en un futuro radiante y libre, que han recorrido las calles de Madrid hasta el cementerio. El Partido, con su organización y la férrea disciplina de sus militantes, que ha dejado asombrados a quienes nos desconocen, ha enseñado lo que tú y yo ya sabemos: frente a la provocación, el orden, el orden revolucionario, para reforzar y multiplicar la lucha.
Lola, ¿te acuerdas de aquellas excursiones que hacíamos tú, Javier, Tina y yo tantos fines de semana por los rincones de la geografía española para disfrutar de ella y para tomar los contactos que permitiesen ampliar la organización del Partido y del Sindicato?
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Durante años, Lola y Javier habían trabajado al servicio de la causa de los trabajadores y de los humildes. Fundaron, con su dinero, el despacho de abogados laboralistas de la calle de Españoleto, de Madrid, en el que llegaron a coincidir tantos abogados comunistas, y que sirvió tantas veces como lugar de reuniones clandestinas del movimiento obrero. En una de sus paredes, un poster anunciaba que todos los que allí trabajaban, independientemente de su cualificación profesional, ganaban el mismo salario, un salario reducido. Pero también combinaron su trabajo en el despacho con su asistencia a las organizaciones de vecinos y de barrio, especialmente en los pueblos del sur de la periferia de Madrid. El día no tenía suficientes horas para dedicarlo a la lucha política, al apoyo a los trabajadores, a la solidaridad con quienes lo necesitaban
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*Lola, ¿recuerdas aquellas larguísimas conversaciones que manteníamos en grupo hasta altas horas de la madrugada acerca de cómo debía ser el socialismo por el que luchábamos, de cómo combinar nuestra discrepancia, tantas veces necesaria, dentro del Partido, con la necesidad de la disciplina?
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Lola fue durante toda su vida una luchadora incansable por nuestros ideales, siempre firme, como pocas veces he conocido, en sus convicciones. Fue siempre enormemente generosa y, sobre todo, buena. Junto a su lucha incesante, en sus últimos años compartió la vida con José María, a quien estuvo prestando permanentemente una ayuda insustituible y que no ha podido soportar vivir sin ella.
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¡Lola, Lola! Hasta luego. Sigues viva, en nuestra memoria y en nuestra lucha.