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Secciones: Estados Unidos de América -  Cine -  Memoria Histórica

Título: Veinticuatro horas para arrasar Tokio, por Higinio Polo- Enlace 1

Texto del artículo:


Japón, 1945
Veinticuatro horas para arrasar Tokio
Higinio Polo
La Insignia*. España, noviembre del 2005.


Para el doctor Hideo Fujita, y para Sachiko Shirao.
Para Cristina Gordo y Maria Sellés.

Los B-25 despegan hacia Japón.

Thirty seconds over Tokyo, treinta segundos sobre Tokio. Así tituló Mervyn LeRoy su película de propaganda bélica, que se estrenó en 1944, facturada siguiendo las directrices del Pentágono. Es una cinta convencional, pero importante: estaba destinada al esfuerzo de guerra estadounidense y narra las
peripecias de los pilotos que bombardearon Japón en represalia por el ataque a Pearl Harbor. El viejo Spencer Tracy interpreta el papel de James Doolitle, el teniente coronel que estuvo al mando de la operación, en abril de 1942. Cuando se lanzó el ataque que recrea la película de LeRoy, sólo habían transcurrido cuatro meses desde la acción sorpresa del ejército japonés sobre Hawai: desde la
base del portaviones Hornet, que navegaba a mil kilómetros de distancia del archipiélago nipón, una escuadrilla de dieciséis bombarderos B-25 se dirigió
hacia Japón. Objetivo: bombardear Tokio, Yokohama, Nagoya y otras ciudades
japonesas. Estados Unidos entraba en la guerra atacando a la población civil.

La incursión causó estupor en Tokio. No sólo porque el alto mando japonés
no esperaba que aviones enemigos pudieran llegar hasta su país, sino porque (a
diferencia de la agresión sobre Pearl Harbor) la represalia estadounidense no
fue lanzada sobre fuerzas militares niponas sino sobre la población civil de las
ciudades japonesas. Fueron treinta segundos de bombardeos sobre Tokio. Tres años
después, serían casi veinticuatro horas: el espanto de aquel ataque del 18 de
abril de 1942 apenas había sido el comienzo, porque la mayor devastación jamás
conocida por Tokio todavía estaba por llegar. Lo haría el último año de la
guerra.

* * *

El 15 de agosto de 1945, el emperador Hirohito negaba su supuesta
divinidad y anunciaba la rendición de Japón. Sesenta años después, este verano
pasado, otro emperador japonés, hijo de Hirohito, se hacía eco de los
sufrimientos de la población civil, décadas atrás, al tiempo que el primer
ministro Koizumi pedía perdón y reconocía la responsabilidad de su país en los
"daños" infligidos a China, Corea a y todo el sudeste asiático. Sin embargo, sus
palabras no eran convincentes: el primer ministro japonés no citó los millones
de muertos que causaron sus tropas durante la Segunda Guerra Mundial, sobre todo
en China, ni anunció que dejaría de visitar el santuario de Yasukuni, donde se
recuerda y se honra, entre otros, a catorce criminales de guerra japoneses
ejecutados tras la guerra. No es una cuestión menor: algunos ministros del
gobierno de Koizumi estuvieron presentes en Yasukuni, y relevantes sectores de
la vida japonesa siguen, si no negando el carácter criminal del fascismo
japonés, al menos, relativizando su actuación. No fue ninguna casualidad que
Yomiichi Murayama, primer ministro japonés en la década pasada, reconociera,
pocos días después, que las constantes visitas de Koizumi al santuario de
Yasukuni habían herido a los países vecinos, puesto que no podían interpretarse
más que como un homenaje a los criminales de guerra japoneses allí enterrados.
Japón sigue conviviendo con el fantasma del fascismo y esa sombra entorpece las
relaciones con sus vecinos, con Pekín, Seúl, Pyongyang, Singapur y otros. Pero
que buena parte de la población japonesa, como de la alemana, apoyase el
fascismo durante la Segunda Guerra Mundial, no podía justificar los criminales
represalias sobre la población civil que lanzaron las oleadas de bombarderos
norteamericanos en 1945.

Desde el lado japonés, algunas películas recuerdan también los bombardeos
de la guerra. En los años cincuenta, por ejemplo, el director de cine Kaneto
Sindo, filmó en Hiroshima el documental Los hijos de la bomba atómica, e Isao
Takahata rodó, en 1988, La tumba de las luciérnagas, basada en el conmovedor
relato del mismo título de Akiyuki Nosaka. Sin embargo, no deja de sorprender
que, en la memoria colectiva, en Japón y fuera de él, se recuerde el horror de
Hiroshima y Nagasaki, pero apenas se mencione el bombardeo de Tokio. Porque, en
Tokio, murieron más personas que en Nagasaki. Y porque aquella operación sobre
la capital japonesa sigue siendo el mayor éxito de la aviación militar de
cualquier país a lo largo de toda la historia humana: jamás se había conseguido
matar a tanta gente en tan poco tiempo. Todavía hoy, la Fuerza Aérea
norteamericana puede jactarse de ese siniestro palmarés.

Las bombas destruyeron cuarenta kilómetros cuadrados de Tokio, en sus
barrios más poblados: cuesta creerlo, pero, en una sola noche, los bombarderos
estadounidenses mataron a cien mil personas. Apenas un mes después de la
destrucción de Dresde, donde también fueron asesinados decenas de miles de
ciudadanos, los aviones estadounidenses provocaban, en un solo día, la mayor
matanza de civiles de toda la historia de la humanidad. Su operación fue un gran
éxito, y así lo consideró el gobierno de Estados Unidos. Los pilotos y sus jefes
fueron tratados como héroes, aunque fueran vulgares asesinos ejecutando matanzas
nunca vistas por el género humano. Aunque algunos sospecharon que sus actos no
estaban justificados por la guerra, ni por la lucha contra el enemigo: Claude
Eatherly, el piloto que eligió Hiroshima para que el Enola Gay lanzara allí la
primera bomba atómica, no pudo superar nunca los remordimientos. Washington
justificó su actitud alegando una supuesta locura. Pero no estaba loco, como
muestra su correspondencia con el filósofo Günther Anders. Los incendios
prendidos por los bombardeos crearon un horno en medio de Tokio que alcanzó una
temperatura de mil grados: allí se derritieron miles de mujeres, ancianos y
niños. El general estadounidense Curtis LeMay, satisfecho, se jactó de su éxito:
"Los hemos tostado y horneado hasta la muerte", dijo. Durante muchos años, la
mayoría de los japoneses supervivientes guardaron en silencio el horror de los
días pasados.

* * *


Nagoya.

The Center of the Toyo Raid and War Damages es un pequeño museo sobre el
horror, que casi nadie conoce, escondido en un barrio de la capital: los propios
habitantes de Tokio ignoran su existencia. Causa sorpresa visitarlo, porque, en
su interior, apenas se ve nada sobre los bombardeos de la Segunda Guerra
Mundial. Es un museo pobre, con pocos recursos, digno. Llama la atención que
Japón, una potencia económica capaz de construir gigantescos y modernos centros
culturales, haya sido tan mezquino para recordar sus propios sufrimientos. Yo
había llegado hasta allí acompañado por el doctor Hideo Fujita, un superviviente
de los bombardeos de 1945. Dentro, los funcionarios nos ofrecieron ver un
reportaje británico: es lo más importante que tienen. En las paredes, vimos
fotografías de cadáveres carbonizados, irreconocibles, imágenes de los amasijos
de ruinas donde trabajaban, con picos, miembros de los equipos de rescate; los
escombros donde se quemaban las víctimas.

Se conservan pocas imágenes del bombardeo, por eso vimos más dibujos que
otra cosa, pero las que tenían eran atroces. Me detuve ante una foto aérea de
las bombas norteamericanas cayendo sobre Tokio, y ante una imagen de los
refugios abiertos en las calles. Los incendios empezaban a cundir por todas
partes. Después, vi los montones de cadáveres, abandonados entre las ruinas. Los
bombardeos causaron 100.000 muertos en una noche, en una sola noche, y decenas
de miles de heridos. Me impresionó ver la nieve sobre las ruinas de la ciudad:
reparé en un ciclista que llevaba tapada la boca para defenderse de las
epidemias que empezaban a cundir, y que se desplazaba con un pobre zurrón a la
espalda; y en las oleadas de los B-29, que volaban como buitres emisarios de la
muerte. En el documental británico que nos pasaron se veía gente corriendo, tras
el estruendo de las alarmas, las bandadas negras de los aviones, y las bombas
que caían sobre Tokio. Los británicos rodaron ese testimonio treinta años
después de los hechos, aprovechando imágenes filmadas por los estadounidenses.
No es extraño: estaban orgullosos de su hazaña.

Mientras veíamos el documental, a veces, el profesor me hablaba,
explicando escenas, dando nombres. Es el doctor Hideo Fujita, profesor honorario
de la Risshyo University y vicepresidente de la Asociación por la Paz del Nº 5
Fukuryu-maru. Esa entidad (que traduce su nombre al inglés como Peace
Association of 5th Lucky Dragon), cuenta con otro pequeño museo en el que se
exhibe el barco que le da nombre, Nº 5 Fukuryu-maru, o 5th Lucky Dragon, que fue
una de las más de mil embarcaciones afectadas por las pruebas atómicas que
Estados Unidos hizo en el atolón Bikini, en el océano Pacífico, el 18 de marzo
de 1954. Buena parte del Pacífico quedó contaminada, y todavía hoy se ignora
cuántas personas murieron a consecuencia de las pruebas nucleares
norteamericanas. Pero esa es otra historia, aunque forme parte de la misma
maldición de la guerra. La asociación del doctor Fujita realiza ahora una
meritoria labor de explicación y denuncia de los peligros del armamento atómico.


En el documental, vimos escenas del comandante norteamericano que mandaba
los aviones, fumando, preparando el crimen. Después, las cuatro rutas que
siguieron para destruir Tokio. Los objetivos estaban perfectamente definidos por
el alto mando: había que matar a la mayor parte posible de la población civil.
La acción no tenía grandes riesgos para los pilotos: no había apenas defensas
japonesas, y los estadounidenses lo sabían, por lo que sus aviones pudieron
volar a baja altura y precisar con cuidado los lugares donde descargarían las
bombas. Vi a la mujer, y oí sus palabras, que avisaba con sus clavijas sobre un
panel los lugares bombardeados por los B-29.

La operación había comenzado el 9 de marzo de 1945: en las islas Marianas,
vemos a los soldados ducharse, cargar bombas de napalm, al tiempo que se oye
música de jazz. Casi podría decirse que todo es normal, anodino, la vida diaria.
Mientras tanto, decenas de miles de japoneses no sabían que apenas les quedaban
unas horas de vida. Primero salieron 54 aviones. Después, 271 bombarderos más.
Tenían menos de 24 horas para arrasar Tokio. La acción estaba planeada para las
0 horas del 10 de marzo: era la forma de atrapar dormidos y desprevenidos a los
habitantes de la ciudad, porque el alto mando sabía que, a esas horas, causarían
un mayor número de muertos. Bombardear por la noche siempre es más mortífero
para la población civil. Había antecedentes: en 1941, el general George C.
Marshall, que bautizaría al célebre plan que lleva su nombre, ya propuso quemar
las zonas más pobres de las ciudades japonesas.



Tokio.

En Japón, la penuria de la guerra hacía estragos: los soldados comían
bien, pero los civiles pasaban hambre. La comida era una obsesión, dice una
anciana que formaba parte de los equipos de rescate, entrevistada tantos años
después. Pocos han hablado con los supervivientes: todavía hoy, sólo este
pequeño museo lo hace. Cuando relatan sus recuerdos de aquel 10 de marzo de
1945, algunos testigos callan unos segundos: están volviendo a vivir las escenas
que los marcaron para siempre. "Fue un infierno", dice un obrero. La mayoría de
las víctimas murieron por falta de oxígeno; otros, achicharrados, y muchos
murieron en el agua de los ríos. La mayoría sigue recordando los vientos
huracanados que creaba el fuego. Los supervivientes hablan, poco a poco: "Estaba
en casa", dice uno, "oía la radio". "Descansaba", dice otro, y un tercero
afirma: "Sentí que algo se acercaba a Tokio". Después, les vuelven a la memoria
las imágenes: las explosiones, el ruido, la confusión. Los incendios empezaron
enseguida, porque las casas eran de madera, apretadas unas junto a otras:
todavía hoy hay muchas así en Tokio, contruidas después de la guerra. Los
estadounidenses conocían su trabajo: habían aprendido en Alemania: ya habían
destruido, con los británicos, Dresde, Hamburgo y decenas de ciudades alemanas.
"Las mochilas de la gente que huía, ardían", dice otro testigo. "Parecía un
desfile de antorchas humanas". Los incendios se extendían por Tokio. Quienes se
veían envueltos en las llamas, en treinta minutos estaban muertos. El emperador
Hirohito se escondió en los sótanos del Palacio Imperial. Las llamas llegaron
hasta los jardines.

En el documental, tras los bombardeos, se ve a unos hombres sobre un plano
que informan de las familias muertas en cada calle: son casi todas. Van tachando
en rojo los nombres de las familias que ya no existen. Dos terceras partes
murieron. Después, cada día aumentaba el número de muertos, hasta hacerse
imposible de calcular: ya no tenía sentido contar los muertos. Un médico dice
ahora: "Toda mi preocupación era recuperar los cadáveres del agua, que no fueran
al mar." Parece mentira, pero, hoy, el 10 de marzo es un día festivo en Japón.

En la pantalla, aparece la casa del general Curtis LeMay. Se ve una enorme
piscina, los jardines de la residencia. LeMay es el hombre que dirigió las
operaciones de bombardeo sobre Japón en 1945, entre ellos la incursión del 10 de
marzo sobre Tokio. En ese ataque, Lemay lanzó 325 aviones B-29 cargados de
bombas incendiarias. Parece un hombre educado, sensible. En el documental, le
preguntan: "¿Por qué bombardearon una ciudad?" El general vacila, pero contesta:
"No tengo nada que decir, estoy retirado." "Hace mucho tiempo de ello", remata.
Cuando le hacían esas preguntas, corría 1978. Es un héroe: el gobierno
colaboracionista japonés le condecoró 19 años después de los bombardeos. Vemos
las condecoraciones, porque los asesinos fueron tratados como héroes: todavía lo
son. El anciano LeMay que declaraba no recordar aquella matanza de 100.000
japoneses en un solo día, se convirtió después de la acción sobre Tokio en un
duro partidario de la guerra nuclear, y propuso en los años sesenta, cuando era
el jefe de la Fuerzas Aéreas norteamericanas, bombardear Vietnam "hasta hacerlo
regresar a la Edad de Piedra." Esos son los héroes de la guerra. Robert
McNamara, que fue uno de los planificadores de los bombardeos sobre Tokio y que
después llegaría a ser secretario de Defensa con Kennedy y Johnson, reconoce en
un reciente documental (The fog of war, La niebla de la guerra, de Errol Morris)
que el general Curtis LeMay, a cuyas órdenes él se encontraba en 1945, le
confesó que si Japón ganaba la guerra serían conducidos ante un tribunal como
criminales de guerra. McNamara cree hoy que aquellos bombardeos sobre Tokio y
otras ciudades japonesas no estaban justificados.

No sólo Tokio fue castigada: los estadounidenses golpearon más de 100
poblaciones en todo Japón, y llegaron a elaborar una "lista de la muerte", con
los nombres de las ciudades elegidas para ser destruidas. Arrojaron napalm,
bombas incendiarias, y pocas bombas convencionales. Sólo disponemos de las
cifras norteamericanas, cuyos estadillos afirman que lanzaron 1.665 toneladas de
napalm. Japón, por su parte, cree que se destruyeron 268.358 casas, que hubo, en
total, 1.008.005 víctimas, de las que 100.000 murieron, junto a 40.918 heridos
(aunque es una parte del total: nunca se pudieron contar). Sin embargo, los
historiadores actuales tienden a aumentar las cifras de víctimas. En todo Japón,
los incompletos estudios realizados hasta ahora estiman que murieron cerca de
700.000 personas en las sesenta y seis ciudades que fueron incluidas en la
"lista de la muerte". Era una lógica consecuencia: el Pentágono consideraba
oficialmente a toda la población civil japonesa como"objetivo militar legítimo".


Sobrecogidos, vimos después la exposición del pequeño museo. Nos detenemos
ante la propaganda militarista japonesa. Al lado, se ve una bomba de napalm,
oxidada, junto al piano donde esa misma bomba arrancó unas astillas, en el
teclado: hay una partitura de Schubert. Me detengo ante el equipo -uniforme,
botas, casco, pertrechos militares- de un soldado japonés. Exponen también una
máscara de gas hecha, no de goma, sino de fibra textil. Y otra enorme bomba, con
restos de napalm en su interior. Insisten en que toque una de las bombas,
oxidada. Hay también vajilla derretida, tazas, platos. Vemos, en la pared,
fotografías de la matanza: filas de muertos tendidos en el suelo, ahogados, que
parecen dormir.

El profesor Fujita nos relata después su propia experiencia personal.
Habla de los bombardeos de Guernica, de Nanking, de Chongquing. En 1945, vivía
en una zona de Tokio que fue bombardeada, pero, en ese momento, se encontraba
fuera de su barrio, no lejos de la ciudad: desde allí, pudo ver el paisaje de
los bombardeos, mientras sentía el terrible viento creado por los incendios y le
llegaba el olor de la destrucción. El día del bombardeo sobre Tokio tenía 13
años, y aún acudía a la escuela, como otros niños de su edad. Tuvo suerte: su
casa se salvó. Recuerda algunas escenas: iba caminando, había un puente y vio
los cadáveres, y también caballos muertos, que eran muy importantes entonces
para el transporte, porque no había gasolina. Vio a una mujer y a su hijo,
carbonizados, vio cómo la gente intentaba apagar inútilmente los incendios, sin
apenas recursos. El profesor se detuvo un instante para decir que vio a una
mujer muerta que había metido la cabeza en un recipiente con agua, como si así
pudiera salvarse del fuego. El recuerdo todavía le estremecía.

Otra forma de morir era ahogarse en los canales, o en el río. En el río
Sumida, el niño que entonces era el profesor Fujita vio que había muchos
cadáveres en las orillas. Cuando llegó a su escuela no quedaba apenas nada, sólo
dos lugares se habían salvado: el cuarto de los maestros y el gimnasio: allí
estaban las fotos de los emperadores, y los maestros intentaban preservarlas,
como signo de su devoción. Entonces, para la mayoría de los japoneses, el
emperador Hirohito era semejante a un Dios: su imagen era lo más importante de
la escuela. La gente pensaba entonces que debía morir por el emperador y por
Japón. Recuerda que, los días siguientes, los equipos de rescate se aprestaban a
apilar montañas de cadáveres, que, después, quemaban: Hideo Fujita no olvidará
nunca el olor de esas hogueras. El profesor, que hablaba sereno pero cuya voz
parecía un susurro en medio del recuerdo de la muerte, nos dijo que,
sorprendentemente, en aquellos días de marzo de 1945, no sentía lástima por nada
ni por nadie. Ni siquiera podía llorar: era a causa de la conmoción en que se
encontraba.

* * *


Tokio.

El peligro del fascismo japonés y la necesidad de ganar la Segunda Guerra
Mundial no justificaban esas matanzas. Cuando terminó la guerra, las sesenta y
seis ciudades japonesas más importantes, que formaban parte de la "lista de la
muerte", habían sido destruidas, pero esos crímenes de guerra quedarían impunes.
Pese a las justificaciones, insostenibles hoy, Estados Unidos sigue manteniendo
que esos bombardeos criminales eran imprescindibles para derrotar al Japón.
También lo dicen sus propagandistas. El último ejemplo es de Michael Ignatieff,
quien en abril de 2005, en el diario La Vanguardia, contestaba:

"-La bomba atómica sobre Hiroshima, ¿la consideraría usted un mal menor?
-Así lo consideró Truman en aquel momento, pues una invasión terrestre de Japón
hubiese comportado más víctimas. Pero eso es algo que jamás podremos saber. ¿Y
era un mal menor la invasión de Irak? -Así lo creo, y abogué por ella. Presencié
el genocidio de Saddam contra los kurdos."

Esas palabras, y otras semejantes, continúan siendo la justificación de la
barbarie. Porque, además, no fueron los Estados Unidos los que derrotaron a los
japoneses: aunque el detonante final para la rendición fueron las bombas
atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, el imperio nipón se había
debilitado en China, y un millón y medio de sus soldados murieron allí, casi las
tres cuartas partes del total de sus pérdidas. Hoy, a la vista de las
tentaciones militaristas y de la "relativización" de los crímenes japoneses en
China y en Corea, es comprensible la preocupación de Pekín ante las visitas de
ministros japoneses al santuario de criminales de Yasukuni. No en vano, los
sufrimientos que China padeció por la agresión japonesa casi alcanzan a los que
soportó la Unión Soviética (27 millones de muertos) por el ataque nazi: China
vio morir a veinte millones de personas a causa de la ocupación japonesa, y las
pérdidas materiales ascendieron a 600.000 millones de dólares. La resistencia
china fue vital para derrotar al fascismo japonés. Pero los criminales
bombardeos británicos y norteamericanos sobre Alemania, o sobre Japón, fueron
justificados por la naturaleza del enemigo al que se combatía: si el nazismo era
el mal absoluto, todo estaba justificado para derrotarlo, si la población
japonesa había sido reducida por la maquinaria de guerra a la condición de
simple objetivo militar, la destrucción de Tokio, Hiroshima y Nagasaki estaban
justificadas. Defender esos bombardeos continúa siendo una infamia: nada
justificaba atacar a la población civil, y los gobiernos de Washington y de
Londres lo sabían.

En La tumba de las luciérnagas, Akiyuki Nosaka nos cuenta la desoladora
historia de dos pequeños hermanos, Seita y Setsuko, que sobreviven durante unos
pocos días entre las ruinas de la destrucción de Kobe, bombardeada por los
norteamericanos. La historia está basada en hechos que el propio Nosaka
contempló: él mismo era un muchacho de quince años que sobrevivió como un
vagabundo en Kobe. La pequeña Setsuko, de cuatro años, morirá de debilidad, de
hambre, en una cueva: la ciudad es una montaña de ruinas. Su hermano Seita muere
en una estación, un mes después, como un perro abandonado. Ese era el destino
reservado a la población civil japonesa por el alto mando estadounidense: morir
abrasados, o perecer de hambre, o abandonados como perros.

Sin embargo, nada justificaba una decisión semejante: ni la necesidad de
la victoria, ni el hecho de que una buena parte de los japoneses o alemanes
hubiesen apoyado el fascismo nipón o el régimen nazi. Sólo hay que recordar que
la Unión Soviética, el país que más sufrió las consecuencias de la Segunda
Guerra Mundial, nunca lanzó bombardeos indiscriminados contra la población
civil. La decisión de lanzar esos criminales bombardeos contra ciudades
indefensas, contra la población civil, hermana a Hitler con Churchill, con
Roosevelt, con Truman. Tanto el régimen nazi como el alto mando británico y
estadounidense decidieron, violando el derecho internacional y las propias leyes
de la guerra, aterrorizar a la población civil, transformar al enemigo en un
monstruo inhumano que merecía ser convertido en humo.




(*) Fotografías: Archivo de La Insignia.
Texto publicado originalmente en la revista española El Viejo Topo
(noviembre del 2005).

Artículo de www.profesionalespcm.org insertado por: El administrador web - Fecha: 29/11/2005 - Modificar

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