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Título: Malévich, estación sin parada, por Higinio Polo- Enlace 1

Texto del artículo:

Malévich, estación sin parada

Higinio Polo
El Viejo Topo

Para zuco diaz


La exposición sobre la obra de Malévich, que está recorriendo España en este 2006, es, probablemente, una de las más importantes realizadas sobre el pintor soviético, y está siendo uno de los eventos culturales más relevantes que se han hecho en España en los últimos meses. Si bien entre los especialistas Malévich es una figura de primer orden (que desarrolla la abstracción al mismo tiempo que Kandinski, Mondrian, Arp, Larionov, Rodchenko, Theo van Doesburg, Dove, Kupka y otros —sin olvidar a Hilma af Klint, esa casi desconocida pintora sueca que llegó también a la abstración, según algunos antes que Kandinski—), no sucede lo mismo, en general, entre el público: Malévich sigue siendo un pintor casi ignorado, lejos del eco que suscitan otros grandes nombres de la pintura del siglo XX.

Malévich nació en Kiev, en 1879. Recibió influencia del impresionismo y él mismo reconoció que, en su proceso de formación como pintor, había tenido gran importancia el mundo campesino y las ingenuas formas artísticas que ese ambiente creaba. En 1905, Malévich se instala en Moscú, y trabaja con el impresionismo e indaga en los paisajes. Si en sus inicios se movió entre el impresionismo, pero también bajo el simbolismo y el fauvismo ( hasta el extremo de que, entre 1910 y 1911, Malévich crea una variante de éste), a partir de la segunda década del siglo XX juega con el cubismo y el futurismo, e innova con su alogismo (una serie de cuadros previos al suprematismo, que bautiza con esa etiqueta) , sentando las bases de su aportación posterior: el suprematismo, con su radical modernidad, algunas de cuyas obras más relevantes pueden verse en la muestra presentada en distintas ciudades españolas. Su Cuadrado negro sobre blanco ha sido visto como el triundo de la modernidad y la abstracción, pero también es la expresión de un mundo que estaba gestándose, que bullía bajo la arbitrariedad zarista y el siniestro capitalismo dependiente ruso y que halla su máximo esplendor en esa década de los años veinte, convulsa y esperanzada, radical y bolchevique, que sigue siendo una de las etapas más fértiles de toda la historia del arte universal.

En 1910, Larionov invita a Malévich a una exposición de seguidores de Cézanne: es la asociación de artistas Bubnovy valet (Sota de Diamantes). Entre 1910 y 1911, Malévich evoluciona: crea una variante del fauvismo. El neoprimitivismo de Goncharova y Larionov, que marca decisivamente el siglo XX soviético, está presente en ese círculo, junto con la obra de seguidores de Cézanne como Konchalovski y Lentulov. A la influencia de Cézanne, se añaden la de Picasso y Matisse, incluso Gauguin, en un primitivismo que busca las raíces de la cultura rusa. No era extraño, en un país que soportaba la losa zarista y que buscaba sus raíces para explicarse a sí mismo y empezar a dibujar su futuro.

En la muestra barcelonesa, estaban pinturas de esos años, documentando su evolución, sus años jóvenes. En una de las telas, de 1908-1910, Malévich nos mira: es un Autorretrato, que recuerda a las pinturas fauvistas. Cuando lo pinta, tiene treinta años, y nos observa, casi como un pantocrator, serio, indescifrable. Podían verse, además, algunos paisajes e iglesias, de 1906, con la pintura esparcida en grumos, o de rasgos primitivos, como en Mujer haciendo la colada, de 1906-1907, donde la figura está de espaldas y recuerda algunas creaciones de Nonell. Esas pinturas nos lo señalan como si Malévich buscase a tientas. En Descanso. Sociedad con sombreros de copa, de 1908, se sitúa aún dentro del primitivismo simbolista, encontramos un elogio de la pereza, como escribirá él mismo más tarde. En ese cartón, un tipo, de espaldas al espectador, está meando. El juego de color, blancos, verdes, negros, es una de sus inquietudes.

En 1912, con Oslinyi Khvost (Rabo del asno, o cola de burro), un grupo neoprimitivista que había sido fundado por Goncharova, Larionov, Chagall y Tatlin, Malévich se relaciona con nuevas búsquedas y, a través de Kandinski, participa en el movimiento expresionista alemán, Der Blaue Reiter, en una exposición de Munich. Mientras los cubistas reducen sus colores, Malévich estalla en una variedad de tonalidades que recoge la radical diversidad de la naturaleza, aplicada a los consejos de Cézanne sobre la reducción de la realidad al esquematismo geométrico de los conos, esferas y cilindros. No será siempre así. En 1913, Malévich colabora con los futuristas rusos, pinta tablas como La vaca y el violín, tan cercanas a los cubistas, y, en Victoria sobre el sol (una ópera cubofuturista de Mijail Matiushin) crea los figurines y decorados de la obra, acción que tendrá una enorme carga de futuro para el arte del siglo. Entre los materiales que crea para la ópera, ya aparece el célebre cuadrado negro, aunque bajo formas poco evolucionadas. Pero, si bien esa ópera juega con el cubismo y el futurismo, y crea ese efímero alogismo que codifica algunos interrogantes, Malévich ya había iniciado el camino hacia el suprematismo, hacia la abstracción.

Su Lavandera, de 1911, es un canto al trabajo, al esfuerzo, a la dignidad obrera, y los dibujos de campesinas en el campo, a veces rezando, forman parte de ese mundo cuyas raíces interrogaban muchos grupos artísticos de la vanguardia rusa. También, crea bañistas, cabezas de campesinos barbados, mujiks: la vieja Rusia que se ahoga en el zarismo. El Segador, de 1911-1912, una de las obras más destacadas de su primitivismo, es un estudio de la geometrización, siguiendo las enseñanzas de Cézanne. El segador lleva una guadaña en la mano; el fondo del óleo es rojo; la figura, metálica. La Segadora, de 1912, que se encuentra en la Galería Nacional de Astrakán, es desproporcionada, la imagen emana rigidez, inseguridad. Es una mujer de perfil, inclinada al suelo, primitiva, cuyas manos evocan el arte popular ucraniano, campesino, y la huella de Goncharova. A su vez, el Aviador, de 1914, es fruto de una etapa en la que coquetea con el “rechazo a la razón”, expresión de ese alogismo que bebe en las fuentes cubistas: sobre una base cubista, Malévich, fascinado por la aviación, crea un autorretrato metafórico, que utiliza el cero gráficamente en el camino de la muerte de la figuración. En el cuadro, Malévich escribe “Farmacia”, burlándose de la mediocridad pequeñoburguesa.

De igual forma, en Estación sin parada, de 1913, dispone un gran interrogante sobre la tabla, mientras procede a la deconstrucción de la escena, que refuerza el cero que anuncia la abstracción, el mundo de lo desconocido, donde se destruyen las convenciones: porque ¿es posible una estación de ferrocarril sin parada? Lo es, y Malévich lo intuía, aunque no por completo. En su Retrato perfeccionado de Iván Vasilievich Kliunkov, de 1913, una excepcional tela cubofuturista, encontramos el germen del constructivismo, aunque, paradójicamente, los constructivistas considerarán que los planteamientos de Malévich son opuestos a los suyos. La Composición con la Gioconda, de 1914, muestra la ironía interpretativa con que Malévich aborda el arte del pasado, incluso el canónico: en el cuadro, en ruso, pinta: “piso en venta en Moscú”, al lado de cuadrados negros y blancos, rebajando el icono renacentista a un reflejo del pasado que se ha convertido para el poder en una mercancía burguesa más. El óleo (y collage) es una obra maestra del alogismo, que, en otra dirección, sigue la línea marcada por Marinetti de desdén por el Renacimiento.

En 1915, Malévich crea su Cuadrado negro, al que, dos años después, seguirá el famoso Cuadrado blanco sobre fondo blanco, además de publicar un manifiesto titulado Del cubismo al suprematismo (en cuya redacción participó Maiakovski). De hecho, el cuadrado negro tenía su origen en la ópera de 1913, Victoria sobre el sol: diez años después, pintará otro cuadrado negro que hoy se encuentra en el Museo Estatal ruso de San Petersburgo, y un tercero, que se guarda en el Galería Tretiakov: ambos pueden verse en la muestra que recorre España. En ese momento, Malévich organiza el espacio pictórico con figuras geométricas, partiendo de una radical abstracción. Si se aceptan las palabras del pintor, su origen está en 1913 (aunque esa fecha es impugnada por otros), y marca su paso a la abstración total, y, para él, el fin de la figuración en el arte moderno. Aunque la vida iba a dar muchas vueltas todavía: la revolución ya se anuncia en el horizonte con la explosión de energías proletarias y artísticas que traería. Cuadros como Composición no figurativa, de 1915, y Suprematismo n. 55, de 1915, un estudio magnífico, son telas de una gran sencillez y belleza, donde Malévich juega con el color, con las figuras geométricas donde algunas tratadistas han querido ver significados ocultos, guiños para iniciados en la cofradía del suprematismo.

Durante la década siguiente, Malévich se sumerge en la revolución bolchevique, cuya política cultural dirige Anatoli Lunacharski, mientras surgen múltiples tendencias artísticas, aparecen grupos y nuevas ideas, y la ebullición artística corre paralela a la agresión de las potencias capitalistas que se apresuran a enviar soldados, recursos, mercenarios, para ahogar al país de los sóviets. Su obra Conferencia por la lucha contra el desempleo, de 1920, un gouache y acuarela sobre cartón, de unos diez centímetros, ilustra las preocupaciones del momento, aunque bullen las propuestas de diferentes artistas y las del propio Malévich. La figura de Zhdanov, futuro rector del realismo socialista a quien Eisenstein y Shostakovich tuvieron que padecer, es irrelevante todavía. Malévich anima discusiones y grupos, escribe y desarrolla un pensamiento propio donde está presente la preocupación por la relación entre el ser humano y Dios, pero apenas pinta. La oscuridad de sus textos, que algunos exégetas han considerado filosóficos, refleja la confusión y la lucha por el predominio artístico y social que recorre la sociedad soviética, pero también la penumbra en que Malévich se movió muchas veces: no porque fuese un personaje retraido, torturado sino por la confusión interpretativa que hacen de su actividad artística. Incluso en los años convulsos del triunfo revolucionario, sus contemporáneos dudan: su cuadrado negro tanto puede representar la derrota histórica de la burguesía, como el triunfo de los trabajadores. Malévich escribe después que “el suprematismo es el arte puro reencontrado”, e insiste en que los suprematistas han abandonado la representación de la realidad para alcanzar la sensibilidad y llegar al arte sin disfraces. Por eso, considera que no puede extrañar a nadie que su célebre cuadrado parezca vacío de contenido. De hecho, su propuesta implica abandonar la función del arte subordinado a la religión o al Estado, para adoptar la “sensibilidad pura” como criterio rector de la actividad artística, para alcanzar el grado supremo del arte, desligado de toda figuración, de toda representación. El suprematismo es para Malévich el instrumento para la trascendencia, para la creación de un nuevo dogma casi religioso: en palabras de Chagall, un “misticismo supremático”. En esos años, Malévich habla de la “religión del espíritu”, del cambio necesario en el universo de las creencias tradicionales, pero apenas pinta. Las hipotecas de la realidad, del mundo que refleja y aprisiona al arte, deben abandonarse, nos dice, para poder así alcanzar la expresión definitica y pura de la búsqueda de la plenitud, de la victoria de la facultad de sentir el arte.

Apenas pinta, pero desarrolla, sí, sus arquitectones (que tanto influyeron en Mondrian y Theo van Doesburg), llevando el suprematismo hacia la preocupación por el volumen. En 1923, Malévich publica un manifiesto suprematista y es elegido director del Museo de Cultura Artística de Petrogrado (después, Leningrado), que ha sido calificado como el primer museo de arte moderno creado en el mundo. Con él, trabajan Filonov, Matiushin, Tatlin. El constructivismo de Tatlin, que se había expresado de manera excepcional en su proyecto, de 1919, para el Monumento a la Tercera Internacional, renueva la arquitectura y el arte, mezclando disciplinas, y, gracias al trabajo de El Lissitski, se fusiona con muchos aspectos del suprematismo: Malévich colabora así con esa corriente, y sus arquitectones tienen la impronta de muchas de las nuevas inquietudes y propuestas constructivistas. Giulio Carlo Argan relaciona el geometrismo del grupo Asnova (Lissitski, Golosov, Melnikov) con el racionalismo bolchevique, con la revolución que está creando un mundo nuevo: ahí encontramos a Malévich, que está muy interesado en De Stijl y el neoplasticismo holandés, que había nacido de las inquietudes de Mondrian.

Un año antes, en 1922, se había publicado el manifiesto de la AkhRR, Asociación de artistas de la Rusia revolucionaria, que reclama un “realismo heroico”, y, poco después, en 1923, el LEF (Levogo front iskusstva, o Frente Izquierdista del Arte), donde participan Maiakovski, Osip Brik y otros, hace un llamamiento para asegurar la victoria del arte de masas, de la construcción de la vida, del comunismo, exigiendo la colaboración de las distintas tendencias artísticas. En esos años, Malévich está poco interesado en la pintura suprematista, aunque siga muchos de sus principios: se aboca hacia la creación de un pensamiento espacial, arquitectónico. Hace arquitecturas, maquetas, que fueron reconstruidas muchos años después por el Beaubourg de París, dándonos así una nueva dimensión del trabajo de Malévich. En la gran exposición retrospectiva de pintura soviética que se realiza en 1932 (¡quince años ya!), en Leningrado, pueden verse algunos arquitectones, en un momento en que Malévich está trabajando con ideas para diseñar una “ciudad socialista”, y donde, sin duda, tendrían esos arquitectones una función decisiva. Pretende crear un arte total, donde se funden disciplinas diversas.

La desaparición de Lenin y, cinco años después, la retirada de Lunacharski del comisariado de Instrucción Pública, reduce la capacidad de acción del arte y de los artistas: si en los años de agitación revolucionaria las propuestas estéticas se multiplicaban y luchaban entre sí, ahora la función artística y el papel del autor se codifica en un registro que apunta exclusivamente a su obligación de respetar la liturgia de los artistas como compañeros de viaje de las propuestas políticas del Estado socialista. Poco antes, en 1927, Malévich conoce en Alemania a Moholi-Nagy, a Schwitters, Arp, Gropius, y, en Dessau, visita la Bauhaus, en cuyo desarrollo había influido su propia propuesta teórica, su programa metodológico y su didáctica del hecho artístico. Vuelve precipitadamente de Alemania: el clima político está cambiando, hasta el punto de que Malévich es detenido. Estuvo en prisión, en 1930, aunque por poco tiempo, pero su vida personal se complica y el ambiente artístico y político se oscurece. Su forma de entender el arte ha cambiado. Aparece en sus pinturas, de nuevo, el mundo campesino, abordado desde la figuración, aunque sin renunciar a la carga suprematista que tanto le había absorbido años atrás. Había vuelto a hacer pintura de caballete, y, al final de su vida, Malevich estaba ya lejos de considerar que el individualismo vital y artístico no era útil, como había considerado el neoplasticismo y había aplicado el movimiento revolucionario. Se encierra, trasciende. El Cuadrado rojo, de 1915 (que subtitula Realismo pictórico de una campesina en dos dimensiones, con intención paródica), tiene una réplica en otro Cuadrado rojo del mismo año, más pequeño, (el primero, rodeado de una franja blanca, y, el segundo, pintado sobre fondo blanco) y una secuela en el Cuadrado negro, de 1929. Los cuadrados son irregulares, pintados así de forma deliberada, aunque el espectador no lo perciba de inmediato.

Así, a finales de los años veinte, otra vez hace figuras: de deportistas y muchachas, pero sobre todo de campesinos, como si quisiera construir una ontología del mundo rural. Es el postsuprematismo. En esos cuadros, Malévich ha vuelto a la figuración, y los personajes están construidos siguiendo la percepción geométrica de Cézanne: todo puede reducirse a unas cuantas figuras: el cuadrado, la esfera, etc. Ese rasgo no era nuevo. De hecho, Malévich venía haciéndolo desde los años de la gran guerra. De esa etapa de su vida, destacan Deportistas, de 1930-31, donde las cuatro figuras posan sobre el horizonte: parecen caballistas del palio de Siena; Muchachas en un campo, de 1928-1929, que muestra a tres jóvenes, de frente, sin rostros, en un paisaje labrado; Campesina con la cara negra, de 1930, donde algunos han visto una metáfora contra el estalinismo; Casa roja, de 1932; Cinco personajes con la hoz y el martillo, de 1930, y Caballería roja, de 1932, donde vemos a los jinetes agitarse en sus monturas, todos resueltos en color rojo, avanzando por la línea del horizonte. Los más críticos con la evolución política de la URSS inscriben los cuadros figurativos de los últimos años de vida de Malévich en una lectura reprobatoria, de protesta sutil, aunque no dejan de tener equivalencia estética en la transformación que conoce el arte soviético de esos años, con el afianzamiento del realismo socialista. Malévich casi había llegado al final: pasa sus últimos meses enfermo, hasta que el cáncer lo fulmina. Dejaba el blanco, negro, rojo: los colores básicos del suprematismo. El cuadrado negro, (con su réplica de 1917, el cuadrado rojo). El suprematismo para vencer el caos. El testamento de Malévich es sencillo, no sé si terrible: lo escribe el 9 de agosto de 1932, casi tres años antes de su muerte, y en él pide que el Estado socialista se encargue de su familia (Una, su hija de 12 años; Natalia, su mujer; y Ludviga, su madre), y que construyan su proyecto La Columna, de 1932, en un lugar visible de Moscú. Es el gobierno soviético quien tiene que hacer las dos cosas. Malévich acaba su testamento: “Creo que eso es todo. Un apretón de manos a todos. Con un saludo de camarada.”

Todo había transcurrido de forma vertiginosa. En 1920, cuando la revolución bolchevique todavía estaba en peligro, el grupo Unovis (Afirmadores del Nuevo Arte) es fotografiado en la estación de Vitebsk: se dirigen a Moscú. En uno de los vagones, decorado por Nikolai Suetin, se ve el Cuadrado negro de Malévich. Junto a él, rodeado de artistas, el propio Malévich lleva un plato suprematista, decorado con el círculo y el cuadrado negros. Algo más abajo, se ve a El Lissitski, con gorra bolchevique. Quince años después, en 1935, Malévich muere en Leningrado. El féretro se carga en un camión que lleva en el radiador el cuadrado negro: lo conducen a la estación Moskovskaia, de Leningrado, para enviarlo a Moscú. Cuando el cadáver llega a Moscú, en ese ataúd suprematista diseñado por Nikolai Suetin, con el cuadrado y el círculo negros, Malévich aún no ha llegado a su estación definitiva. Suetin piensa también la tumba del pintor, que se construye en Nemchinovka, una aldea de los alrededores de Moscú, sepultura que quedará señalada por un cubo blanco con un cuadrado negro. Esa era la última estación del suprematismo, la estación sin parada que Malévich había pintado tantos años atrás, porque, como si fuera una feroz venganza del destino, la Segunda Guerra Mundial arrasaría la tumba; como si, sin saberlo su autor, el cuadrado negro no hubiera mostrado la putrefacción del capitalismo, o su revés, el ascenso proletario, ni hubiera tenido nada que ver con sectas oscuras o espejos negros que reflejaban el vacío del desierto de la existencia humana, incluso la parusía gloriosa del fin de los tiempos, sino que había anunciado el agujero negro del horror de la guerra, las banderas con la svástica que llegaban dispuestas a protagonizar en el país de los sóviets la mayor matanza de la historia.



Higinio Polo

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