República
Federativa do Brasil
Lula:
el tiempo de la izquierda, por Frei Betto
Lula fue elegido presidente de Brasil con más de 52 millones de votos, lo que parece increíble. ¿Cómo un mecánico tornero, fundador de un partido que en su carta de principios defiende el socialismo, llegó al gobierno por el voto popular?
Noten
que escribí "llegó al gobierno" y no al poder. Son instancias
distintas. Quien tiene poder no acostumbra ser institucionalmente gobierno, como
es el caso del capital financiero. Quien es gobierno no necesariamente tiene
poder, como los estados de América Latina, que dependen del flujo de capital
externo.
La
llegada de Lula al cargo más importante de la república ¿representa a la
izquierda en el gobierno? Algunos dicen que no, pues, según ellos, Lula sólo
fue elegido gracias al abandono de su discurso ideológico, al maquillaje de los
asesores de marketing, al corrimiento político de la izquierda hacia el centro
(o hacia la socialdemocracia). Según otros, Lula imitó al camaleón,
disfrazando de verdeamarillo su color rojo. Una vez elegido, cambiaría la paz y
el amor por el enfrentamiento con las fuerzas retrógradas del país.
¿Cambiamos
nosotros o cambió Lula?, preguntaba Machado de Assis. Cambiamos ambos. Con
excepción de los militantes del PSTU y del PCO, ninguna otra instancia de la
izquierda brasileña se opuso al candidato Lula. Y no hay duda de que los
electores de esos dos pequeños partidos han dado su voto en la segunda vuelta
al candidato del PT.
Pero
eso significa que el conjunto de la izquierda brasileña, salvo los reducidos
partidos citados, apoyó o participó en la elección de Lula. En tal sentido,
su elección es una victoria de la izquierda. Cuando hablo de la izquierda no me
refiero a los militontos rabiosos que se hinchan las bocas con consignas
oficiales y lamentan no morir como guerrilleros en la sierra de la Mantiqueira...
Militontos que no siempre son capaces del sacrificio de dar atención a su
propia familia o de hacer autocrítica frente a sus compañeros. No me refiero a
aquellos que adoran estereotipos cinematográficos, visten la boina del Che y
llaman burgués a quien no piensa como ellos. Hablo de aquellos que Norberto
Bobbio considera posicionados en la izquierda: los que miran como una aberración
la desigualdad social (pues según el científico italiano, la derecha la ve
como fruto del orden natural de las cosas o, según otros, contingencias del
mercado).
Tras
la caída del Muro de Berlín en 1989, es la primera vez que la estrella, símbolo
de la izquierda (presente en las banderas de China y de Cuba, y también del PT;
y en la boina del Che), hace una curva ascendente. En los últimos 13 años la
izquierda quedó condenada al purgatorio. Revisó sus errores, hizo autocrítica,
trató de rearticularse en nuevos partidos, promovió manifestaciones contrarias
al actual modelo de globalización y, en el Foro Social Mundial de Porto Alegre,
trató de vislumbrar otro mundo posible. Huérfana de paradigmas, la izquierda,
que tanto presumía de su conciencia crítica y de su lógica dialéctica, vio cómo
se derrumbaban sus dogmas religiosos: el retorno de los países socialistas al
capitalismo quebró la espina dorsal del materialismo histórico; la física cuántica
mandó al espacio el principio del determinismo; la miseria de Corea del Norte y
la apertura de Cuba al turismo, con toda la infraestructura importada de países
capitalistas, hicieron que, en la práctica, la teoría fuera otra.
¿Qué
significa ser de izquierda hoy? Antes significaba profesar un catálogo de
doctrinas basadas en las teorías de Marx y Engels, según las hermenéuticas de
Lenin, Trotsky, Stalin o Mao Tse Tung. Terminado el Muro de Berlín, presencié,
en viajes por países socialistas, algo semejante a un grupo de cardenales que
al morir descubren que no hay ni Dios ni cielo: teóricos del partido se
adhirieron a los nuevos tiempos neoliberales y fueron rarísimos los militantes
que se escondieron en trincheras para reiniciar la lucha por el socialismo. Y
menos aún los que se aliaron con los pobres, las grandes víctimas de la
desaparición del socialismo real. En resumen, ¿qué diablos de hombre y mujer
nuevos eran aquellos que, ante la conmoción del sistema, no llevaban en sí
convicciones, valores subjetivos, capaces de mantener encendida la vocación
revolucionaria?
Con
la caída del Muro de Berlín quedó claro que había tres tipos de militantes
de izquierda: los adaptados, los ideológicos y los orgánicos. Adaptados eran
aquellos que se acomodaron al socialismo con el mismo espíritu oportunista con
que se adaptaron después al capitalismo; su negocio era mamar de las tetas del
Estado. Hacían del partido único el trampolín para alcanzar sus ambiciones
personales. Eran izquierdistas fisiológicos, sin ninguna convicción subjetiva
de las tesis que defendían de la boca para fuera.
Los
ideológicos sabían de corazón toda la cartilla marxista, citaban de memoria
una extensa bibliografía, adoraban tener infinitas reuniones, rendían culto a
sus jefes en el poder, pero no demostraban amor al pueblo, trataban a sus
subalternos con la misma arrogancia con que un burgués lo hace en las obras de
Gorky, y nunca estrechaban vínculos con los sectores más pobres de la población.
Los
orgánicos se mantenían permanentemente sintonizados con el movimiento social,
ayudando a fortalecer las organizaciones de la sociedad civil, como fue el caso,
en Brasil, de los comunistas que actuaron junto a sindicatos rurales y urbanos y
de los cristianos vinculados a las comunidades eclesiales de base y a las
pastorales populares, que ayudaron a expandir el movimiento popular. Sólo los
orgánicos sobreviven en las izquierdas en los ex países socialistas; sólo
ellos, en Brasil, no se sintieron derrumbados con la desaparición del
socialismo e el este europeo, como si el Muro de Berlín hubiese caído sobre
sus cabezas.
Lula
es fruto del objeto de la izquierda: la clase trabajadora. Recuerdo bien la
fundación del PT. Los políticos afiliados a los partidos de izquierda se
pusieron furiosos ante la petulancia de un obrero que se negaba a ingresar a los
partidos que representaban los intereses de las clases trabajadoras y con gesto
osado creaba lo que nadie todavía había pensado: un partido de los
trabajadores. Vi a un dirigente comunista, renombrado intelectual, tirarse del
pelo, indignado, como si dijera:
¿por qué un proletario anhela ser vanguardia del proletariado? ¿Será que no
conoce la historia? ¿No sabe que los partidos de la vanguardia del proletariado
casi siempre fueron dirigidos por intelectuales (Lenin, Stalin, Mao, Fidel...)?
Enfocar
a Lula desde la óptica ideológica, antes de fijarse en su extracción social,
es invertir los términos de la ecuación política. Sin embargo, Lula no es
resultado de sí mismo, sino de un movimiento social construido durante 40 años
(1962-2002), en el que las teorías de Marx tuvieron menos importancia que la
pedagogía de Paulo Freire. Lula es fruto de las CEB y de la Teología de la
Liberación, de la izquierda que enfrentó a la dictadura y de las oposiciones
sindicales, de la CUT y del MST, del agravamiento de la crisis social brasileña
y de la actual globocolonización. Lula es lo que queda de la izquierda orgánica
después de la caída del Muro de Berlín. Ahora sube la estrella.
La
coyuntura nacional e internacional sufrió cambios sustanciales después de
1989. El mundo unipolar quedó bajo la hegemonía neoliberal, el capital
especulativo sobrepasó al productivo, aumentó la desigualdad, las teorías de
izquierda pasaron por una rigurosa evaluación crítica, movimientos como el MST
fueron innovadores en sus métodos de lucha, adecuando propuesta y conquista;
las revoluciones se hicieron inviables (Nicaragua, El Salvador, Colombia...)
frente a la guerra de baja intensidad de las potencias.
En
tanto, la piedra angular de todo el edificio de la izquierda, desde los
socialistas utópicos hasta Fidel Castro, no sólo se mantuvo, sino que se amplió:
la pobreza como fenómeno colectivo. Pues sólo los cínicos fingen ser de
izquierdas para buscar parcelas de poder. Estar en la izquierda es, como
principio ético, luchar para que todos tengan acceso a los bienes esenciales
para la vida y la felicidad.
Es
por lo profundo del agravamiento de la cuestión social por lo que Lula ganó la
elección. Sus fuerzas de sustentación política, como la CUT y el MST, ya habían
obligado a la agenda política del país a tratar temas como las reformas obrera
y rural. El desempleo, el hambre, la mala calidad de la salud y de la educación
hicieron que el electorado reconociera que con Lula es posible otro Brasil.
Posible en la medida en que la izquierda tenga claridad acerca de que una elección
no es una revolución. Esta es la ruptura de un sistema; aquélla es un cambio
de gobierno. Lula no va a implantar el socialismo por decreto. Va a modernizar
el capitalismo, aumentando la capacidad productiva del país y reduciendo el
desempleo y el hambre. No hará lo deseable, sino lo posible. No inventará la
rueda, pero le imprimirá la suficiente velocidad para atenuar la deuda social.
Para
este propósito Lula cuenta con el apoyo de una amplia mayoría de la población.
Aunque algunos militantes le pidan un discurso ideológico, que sonaría bien en
oídos acostumbrados a la música ortodoxa (y asustaría al pueblo), es
necesario reconocer que Lula rescató para la izquierda, entre otras, una virtud
preciosa ya hace tiempo dejada de lado por los defensores de la nueva sociedad:
el buen humor. Sí, porque era casi una marca registrada el militante hosco, ceñudo,
incapaz de sonreír, saltar y alegrarse con las cosas buenas de la vida. Aquel
militante para quien el futbol era alienación; la religión, opio del pueblo;
el carnaval, promiscuidad; el hombre de saco y corbata, burgués; la mujer bien
arreglada, superficial. Militante que soñaba con construir un mundo nuevo
adoptando comportamientos tópicos de la persona vieja: la ira, la envidia, la
sed de venganza, el autoritarismo, la ambición de poder.
La
izquierda, que siempre habló de táctica para la conquista del poder, tuvo
dificultad de entender su aplicación en un proceso electoral. Como me dice Duda
Mendonça: vendo productos a quienes no les gustan. En otras palabras,
publicidad es convencer al mercado para que adquiera lo que no conoce o incluso
rechaza. Y la oferta debe ser, a los ojos del cliente, una buena oferta. (Para
quien no sabe de esto, la publicidad fue inventada por Jesús, al envolver su
mensaje con el rótulo de evangelio, palabra griega que significa buena nueva.
Los apóstoles y los misioneros son los vendedores del cristianismo.)
La
táctica electoral dio en el blanco. Atrajo a elegir a Lula a sectores de la
población que antes lo miraban con prejuicios. Amplió el arco de apoyos en la
esfera partidaria. (Apoyo no es alianza. Lula no prometió ningún cargo a
cualquier partido, ni cedió en su programa de gobierno. No hubo cambalache.)
Lula
no hizo una campaña para agradar a los petista (del PT) o a la izquierda. Ni
hará un gobierno en ese sentido. Será el presidente de todos los brasileños,
coherente con los principios que lo llevaron a fundar el PT y fiel a su programa
de gobierno. Priorizará las cuestiones sociales, a las que estará supeditada
la economía. Si eso no es ser de izquierda, ¿cómo será?
Habrá
quien diga que ser de izquierda es derribar el capitalismo y edificar la
sociedad socialista. Estoy de acuerdo con esa tesis, incluso por razones aritméticas:
no habrá futuro digno para la humanidad si no se da aquello que reza el
sacerdote en la eucaristía: "fruto de la tierra y del trabajo del
hombre". Pero ¿cómo poner fin al sistema que sitúa el lucro individual
por encima de los derechos colectivos? ¿Mediante revoluciones? Dudo que en la
coyuntura actual sean viables. Desde la cubana, hace 43 años, ninguna otra fue
posible en América Latina, excepto la sandinista, en Nicaragua, abortada pocos
años después.
Quizás
el efecto Lula venga a demostrar que mediante la acumulación progresiva de los
movimientos sociales es posible conquistar parcelas de poder e introducir nuevos
cuadros en la esfera del gobierno. Si eso significa la superación paulatina de
las políticas neoliberales y la mejora de la calidad de vida de la mayoría de
la población, lo aplaudiré como un gran salto adelante. En caso contrario le
daré la razón a Robert Michels, que en 1912, en su clásico Los partidos políticos,
defendió esta tesis, hasta ahora confirmada por la historia: todo partido
revolucionario que insiste en disputar espacio en la institucionalidad burguesa
termina por ser asumido por ella, en vez de transformarla.
La
suerte está echada. Y no debemos preguntar qué hará Lula por Brasil. Debemos
preguntarnos lo que cada uno de nosotros hará para fortalecer las bases
populares de su gobernabilidad.
Traducción: José Luis Burguet
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